Al borde de la cama, me siento a leer:
“El cuerpo me pide movimiento, hacer algo con lo que tengo; con lo que siento y me duele.
Escucho “nothing else matters”, y no coincido con lo que dice Metallica, sí importa algo, no está todo perdido. Mis manos se deleitan desplazándose sobre la melodía que endulza mi oído. Voy a intentar cerrar los ojos y dejarme llevar por el sonido…
Bailo con cintas que sujetan mi cuerpo, me protegen de no caer, ocupan tu lugar, percibo ausencia, una búsqueda desesperada, busco tu mirada, una luz, el sol se asoma, pero tú aún no.
Ahora llueve, pero sonrío, y le grito al Cielo con la esperanza de que escuches lo que digo, de esquina a esquina en ese escenario inmenso distinto, oscuro, me deslizo apreciando muchos rostros, pero ninguno como el tuyo. Un ligero vestido sostiene la debilidad de mi cuerpo, y me dejo caer…
Se ilumina todo, y ahí estás, sosteniéndome, agarrándome de las nalgas, llevándome alto… una sonrisa aguda sacude a mi angustia, y ahí estás otra vez, el público aplaude, yo sigo jugando con las cintas coloradas, que desde un principio estuvieron pegadas en mi pecho, como lazos de sangre, como una herida que plantaste.”
La cena fue un funeral de sentimientos: enterré, en el último bocado, las promesas de amor que le había concedido meses atrás. Ya no había espacio para la duda: estaba enamorada de una persona que no era Gonzalo y tampoco hombre.
Rosario
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