miércoles, 1 de agosto de 2012

La apoximación al sol rodeado del sosiego de esos conjuntos de colores sigue siendo un tris totalmente análogo al momento en el que aquél vidrio separó mis ojos de tu luz. Entré al paraiso por la puerta de un amigo, las sonrisas no eran parte de nuestro cuerpo, se sentian en el aire al igual que los nervios de una única y primera vez de todo. El mismo aire que nos había despertado esa mañana, nos impulsó a abrazarnos, y con el tiempo de nuestro lado, los segundo se hicieron perpetuos de ese roce. Pero las voces ajenas colisionaron con el paragolpes provocandonos una caida cual hombre adinerado frente a una situación similar, con la simple diferencia de que las voces no eran voces, si no autos y la caida  no era una caida si no una descargua de ira contra el culpable del chichón que le crecía a su hermosa chapa azul y brillosa. 

Consecutivo a eso, la paradoja de elevarnos juntas por un ascensor infinito, un apalastamiento de amargura y recuerdos que nos siguió sujetando hasta el fin de la tarde siguiente. 

El resumen de los hechos del 27 y 28 de julio del 2011 nunca se van a poder escribir, comenzando porque no se puede resumir tanto amor, no se puede resumir tanto nervio, tanto cambio, tanta frescura. 

Lo desconocido que nunca antes nos fue tan conocido. Toda la eternidad que nos pasó por encima y no sentimos. El desinteres por volver a la tierra. Los besos que nos enseñaron a amar. La cocina que se hizo fiel escenografía de esa pasión que vuelve en cada reencuentro. La cama que nos tragó para nunca más impulsarnos. Estabamos bien arriba, más lejos que el cielo, pasando cualquier estrella, superando el conjunto de galaxias que nos querian frenar. Cualquier sentido que sin sentido se hizo sentir más que la vida misma: vos y yo.

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